persusnibaes - El Lárice
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Mi abuelo le enseñó a mi padre a hacer Tejuelas de Alerce,
 del Alerce, yo sólo sé hacer un cuento.
1

José Perro Garcés esperaba apoyado en el Lárice desde hacía un rato, a lo lejos, a la salida del pueblo vio a Fernández que se acercaba en su cabalgadura.   Ahora tenía la posibilidad de vengarse de la vergüenza que Fernández le había hecho pasar el otro día en la cantina, donde luego de discutir le dio un buen puñetazo en la boca.   Pero Fernández ni se movió y le quebró una botella en la cabeza al Perro, quien aturdido quiso volver a la lucha pero el viejo Juan, dueño del bar y otros hombres, lo sacaron a patadas, le quitaron el único revólver que tuvo en su vida y lo aventaron a la calle de tierra.   En eso salió Fernández y engrandecido por los gritos de los presentes, le dio el toque de gracia.   Sangre y dientes de José Perro Garcés, volaron sobre el barro tras la patada que le propinó su contrincante.
            -¡Me las pagarás!- fue lo único que dijo mientras corría hasta la salida del pueblo, sujetando su sangre y su adolorida mandíbula.
            Fernández se acercaba a paso lento en su caballo, cuando vio la figura del Perro, apoyado en el majestuoso Lárice, que sobre la colina donde se encontraba, ofrecía su imponente forma de legendario árbol en el atardecer, con el rojizo cielo de verano en el fondo, se detuvo y amarró sus riendas a un poste.
            -¡Por fin llegas!- ladró José Perro, como un reproche a su oponente que se aprestaba a la lucha en el lugar acordado.  
Desde el Lárice se podía ver todo el pueblo y el valle.   Ya caía la noche y Fernández sacó un viejo revolver de su cartera, en el acto, lo arrojó al Perro, éste se agachó a recogerlo y comprobó que su arma estaba vacía.
            -¡A mano limpia!- gritó Fernández, arrojando su propia arma lejos.
            -¡Clarín!- ladró el Perro y arrojó su arma también.   Se aprestó a la lucha y mostró su boca sin algunos dientes, a causa del anterior encuentro.   Esta vez la justa sería más equilibrada, dentro de lo que se podía, ya que el Perro era un tipo flaco, pequeño pero muy ágil.   Ratero por profesión, tenía tanta experiencia en este tipo de citas y eso era lo único que le daba posibilidades contra el enorme Fernández Munsenmayer, un tipo grueso y alto, ganadero descendiente de antiguos colono alemanes, quien tenía muchas cuentas que arreglar con el Perro, aunque en el bar había descargado algo, aún le quedaba mucha ira contra este fulano.
            El Perro se abalanzó sobre Fernández y este de una sola patada lo esquivó, pero el Perro se le prendió de un brazo y comenzó a morderlo.   Lejos quedaban las normas de hombría en la lucha para el Perro, quien se valía de cualquier arma con tal de ganar este tipo de disputas.   Gracias a todo, el sobrenombre estaba más que bien puesto. Fernández arrojó al Perro lejos, el cual cayó junto al Lárice.   Se acercó al Perro y tras unas buenas patadas en el estómago lo tomó del pelo, lo levantó y en el acto, el Perro sacó de su bota un cuchillo, el cual clavó medio a medio en el pecho de Fernández.
 Pero éste, aún con el cuchillo en el corazón no soltó al Perro, más bien lo sacudió contra el inmenso Lárice, lo sujetó con una mano del cuello mientras el Perro lo mordía, Fernández se sacó el cuchillo como pudo del pecho, la sangre brotaba y a gotas caía al suelo.   Mientras el Perro, seguía mordiendo hasta los huesos la mano de Fernández, éste con su otro brazo y con las últimas fuerzas que le quedaban, clavó el cuchillo ahora en el cuello del Perro, quién dio un gran aullido de dolor que hizo eco en todo el valle.
El impacto, atravesó la garganta del Perro y se clavó en la corteza del Lárice.   Los ojos del Perro inundados de furia se apagaron en el momento.   Fernández con la mano hecha astillas y el pecho herido parecía nunca morir, sujetó los borbotones de sangre que escapaban de su pecho con su mano rota, y con la otra como pudo sacó unos fósforos de su bolsillo, mientras encendía la ropa del Perro cayó muerto a los pies de él.
            El círculo de violencia, se había abierto nuevamente y el fuego que pronto se apoderó también de Fernández, se propagó a todos los matorrales y arbustos alrededor.
            Cuenta la leyenda, que el Lárice es el único sobreviviente a un incendio provocado por los hombres blancos, que destruyó todo el bosque nativo de alerces que habitaban sobre la colina, en el valle del río Concordia.   Por su aspecto, y las tragedias ocurridas a sus pies, los lugareños llegaron a creer, en esa loca idea del hombre de otorgar poderes sobrenaturales a lo inexplicable, que el Lárice tenía espíritu y poder, y era capaz de conceder deseos y mandas.
            Todo el pueblo acudió a la colina a ver lo sucedido, los hombres que llegaron primero, no dejaron que mujeres y niños se acercaran a ver el horripilante cuadro que se estaba presenciando.
 Pero una vez que el fuego se extinguió, los restos de los hombres calcinados y los carbones caídos del Lárice, fueron acumulados a un lado del increíble árbol, el cual había sobrevivido al incendio nuevamente y en vez de quemarse por completo y caer, se elevaba con ese color negro en la base, y un tupido verde en la copa.
            El Lárice, había vencido a la muerte otra vez y tras un poco de tiempo, se comprobó que definitivamente el árbol no había muerto.   En el pueblo se tejió una verdadera leyenda de lo ocurrido, tras unos años la colina fue convertida en una especie de paseo, donde era común que las parejas se quedaran pasando la tarde, en los bancos construidos alrededor del Lárice, observando ponerse el sol.
 No faltó eso sí, el que dijo que sentía una extraña presencia en la colina junto al árbol y prefería alejarse de él.
El Lárice en sí, era un espectáculo digno de observar, tenía como una tétrica atracción.   Visto desde el pueblo, cobraba una forma imponente durante los días de verano en que el sol se ponía detrás de él, rompía el fondo rojo con su extraña presencia de esbelto árbol, con sus ramas peladas y muertas, negras y secas, pero que más arriba, se bañaba en tupida copa.   En sí, representaba dos estados de la naturaleza, la fertilidad y la desgracia, y a pesar de los fuertes vientos, el Lárice seguía con su papel de vigía del valle.
 
 
 
 
2
 
            Miguel Astorga era un tipo tranquilo, algo entrado en años ya, había quedado viudo hacía un tiempo y en su soledad tomó la responsabilidad de criar a su pequeña hija Catalina, una despierta niña de cabellos color castaño.
            Catalina tenía 10 años y desde hacía poco que traía una rara enfermedad consigo, la que con el paso del tiempo iba aumentando, hasta que llegó el día en que ya no se pudo levantar más.   Miguel Astorga en su impotencia, llevó a su única razón de vivir a diferentes curanderos y todos le respondían lo mismo, que no podían hacer nada, que no tenía cura.   Una vez, la llevó al médico en la localidad de Fresia, no muy convencido ya que en esos años y en esos lares, no se confiaba mucho en la medicina tradicional, pero volvió refunfuñando a su casa, pues nadie sabía realmente lo que era.
            Una noche, Miguel Astorga estaba haciendo guardia al lado de la camita de su hija quien tenía una fiebre muy alta, tal vez por ignorancia, tal vez por su equivocada fe, tomó su cabalgadura y se fue hasta la colina a los pies del inmenso Lárice.   La imponente figura de árbol milenario parecía más arrogante aún, con el pequeño campesino arrodillado ante él.
            -¡Lárice, tú que has vencido la muerte, tú que albergas el espíritu del bien y el mal, por favor, concédeme esta manda!- decía el campesino, convencido que estaba conversando con algún ente de sabiduría.
 Así, la luna proporcionaba la luz suficiente como para que la figura del Lárice cobrara una enigmática belleza, a la vez que el viento movía el inmenso árbol, el cual parecía estarlo escuchando.   Esa noche, el campesino volvió con los ojos llenos de lágrimas a cuidar a su hija, quien dormía plácidamente y como un milagro, con la fiebre un poco más baja.
Catalina fue mejorando y Miguel Astorga, cumplía con su parte del pacto, todas las noches de luna llena acudía al árbol, se arrodillaba ante él y le daba gracias por la salud de su hija.
Pero parecía que esto ya no bastaba, pues Catalina luego de un período de aparente recuperación volvió a caer en cama, está vez la fiebre era más constante y pasaba noches delirando.   Miguel Astorga, comenzó a ponerse muy nervioso y una noche en la que Catalina parecía estar más mal, tomó su cabalgadura y se dirigió al Lárice.
            -¿Qué quieres ahora? - le gritó el hombre al árbol. -¿Qué quieres que haga para que ella esté bien?-  el viento soplaba y sacudía al árbol, el cual parecía estar muy enojado -¡No te la lleves Lárice, que no muera! - y le imploraba al árbol como si fuera un Dios.
            Pero esa noche Catalina murió, y cuando Miguel volvió y encontró a su hija muerta, tomó un hacha y se volvió hasta el Lárice.   Se acercó con cautela hasta el árbol, creía que algo desde lo alto estaba observándolo y comenzó a darle hachazos al árbol.   Uno, y el Lárice se sacudió por completo.   Dos, sus ramas sonaron en lo alto, parecía quejarse de las heridas proporcionadas por el campesino.
            -¡Te pedí que no te la llevaras! - gritó y le dio un tercer hachazo, que hizo que cayeran a su lado ramas secas y astillas de carbón, en el momento en que el campesino le gritaba...-¡No tenía por qué morir! - el Lárice dejó caer una gran rama carbonizada que todavía estaba sujeta, la cual cayó sobre el hombre que murió aplastado en el lugar.
            Al otro día fue encontrado el cadáver junto al Lárice.   Miguel Astorga fue sepultado al lado de a su hija en el cementerio de la localidad.   Un amigo del difunto, sacó el hacha que estaba clavada en la corteza calcinada del Lárice y se fue, llevándose la herramienta.   El árbol quedó casi igual después del incidente y las ramas caídas fueron recogidas dejando el lugar como un tranquilo paseo para enamorados.
Aún se pueden ver en la corteza del Lárice, una marca de cuchillo y otras tres de hacha, además de esa extraña y desagradable sensación junto a él de sentirse observado.
 
 
 
 
 
 
 
3
 
Antilef Campallante, vivía del otro lado de la colina donde se encontraba el bosque de lárices.   Su casa quedaba cerca del río, y a la espalda de su modesto hogar había una quebrada donde dicen los antiguos se encontraba oro.   Ese día, estaba con su mujer y sus dos hijos trabajando su huerta, donde había sembrado habas y zanahorias y junto a ella tenia unas cuantas ovejas y cerdos.   La casa era muy humilde, una mezcla de la antigua usanza mapuche de hacerla de pasto, con algunas ventanas y un agregado atrás que Antilef Campallante había hecho de tablas, que junto a sus hijos aserró.   Faltaba poco para el wuetripantru, y se estaban preparando con sus hermanos que vivían al otro lado de la colina, para celebrar el año nuevo mapuche.   Habría mucho vino y mucha carne y se les entregarían ofrendas a los antepasados arriba, en el cerro sagrado de Ruka Kulen, donde estaban los árboles milenarios.
De pronto, llegaron dos hombrees a caballo. Desmontaron frente de la ruka y llamaron al dueño de casa.   Antilef Campallante escuchó el llamado y dejando el gualato en el suelo fue a ver quien había llegado.
            -Buenas tardes señor.- dijeron los forasteros- quisiéramos hablar una palabrita con usted.
            -Digan los señores.- contestó cortésmente Antilef Campallante, como todo campesino del sur de Chile.
            - Mire señor, venimos en nombre de nuestro patrón el señor Adolfo Munsenmayer.
            -Digan no más ´po, los escucho.
            -El patrón quiere hablar con usted, dijo que lo llevemos a su casa grande, allá al otro lado de la colina de Alerces- es por un asunto de tierras, dice que tiene unos papeles que le quiere mostrar.
            -¿Así? ¿Y que papeles son esos oiga?, ¿Será lo que anda diciendo la gente por ahí, que el alemán se cree dueño de toas estas tierras?
            -Eso es cosa del señor patrón, nosotros sólo cumplimos con informarle.- dijo el más gordo de los forasteros y en el momento el otro más flaco agregó.
            -Haga caso señor, vaya a hablar con el patrón, el es bueno y nos da trabajo a todos allá, el no quiere tener problemas con usted.
            -Díganle a su patrón, que yo no tengo na que hablar con él, si quiere él que venga a hablar conmigo aquí en mi casa, pero yo no piso las puertas de su casa pa hablar de mis tierras.   Díganle que este cerro con bosque de Alerces, la quebrada y estos animales son de nosotros, los Antilef Campallante. Nuestros padres y nuestros abuelos, y nuestros bisabuelos y tatarabuelos y todos nuestros antepasados, hasta que se pierde la memoria en las aguas de la mente para atrás, hemos vivido aquí. Que no le voy a vender mi tierra para irme a otro lugar, y que no voy a regalarle nada, porque ni con todo el oro me paga ese señor, lo que vale mi casa y lo que vale mi monte y mi río. Y que no es mío tampoco porque la naturaleza es de todos, pero por respeto a mis ancestros nosotros vivimos aquí, como mi familia y la familia de mi mujer. Así que déjenselo clarito, yo no vendo ni regalo mi tierra.
            -Haga caso señor, no sea porfiado, si nosotros sabemos los que le decimos, no ve que puede tener problemas graves, como otros más allá del río.- dijo el flaco nuevamente.
            -Bueno si tengo problemas, lo solucionare como hombre no más que soy, ya no hay nada mas que hablar, si gustan pueden irse no más.
            Así, los forasteros se subieron a sus caballos y se fueron por donde habían venido.   Todavía faltaba para la noche de San Juan, el frío era penetrante y se venían unas lluvias que se dejaron caer fuertes y constantes durante la noche.   Antilef Campallante habló con sus hijos y su mujer, mientras cenaban en la mesa les dijo que ellos no se moverían de su tierra y no dejarían su casa por ningún motivo. Que esos cerros y esas quebradas eran las tierras ancestrales de sus abuelos y que en los árboles de Alerce moraban los espíritus de sus antepasados. Ruka Kulen es un lugar sagrado les dijo   Era una noche silenciosa y obscura, algo se presagiaba en la profundidad del monte.
            -Así que el viejo no quiere vender ni quiere irse.- dijo Adolfo Munsenmayer, alemán avecindado en estas tierras, al otro lado del monte de Lárices.   Estaba en su bodega cuando llegaron los emisarios y rápidamente se juntó todo su peonaje al llamado de su patrón.  
            -No mi señor, dijo que él no quería ni hablar con usted, ¿Será mejor que usted vaya para allá a hablar con él?
            -¿Yo voy a ir? -dijo enojado.- ¿Que tengo que andar metido en rukas de indios traicioneros, capas me mata por la espalda.   Estas tierras son mías por derecho, me las dio el Estado chileno y si quiero que se vaya de aquí, se va no más. Largo fue el viaje en barco que hicimos desde Alemania para hacer producir esta tierra, para que un cholo flojo me venga con huevas.   Mañana mismo pongo la denuncia a los pacos y lo sacamos cagando de aquí.   Le vamos a dejar la caga, a ver si se va atrever a ponerse guapo de nuevo, este indio no sabe con quien se esta metiendo. Necesito saber quién me va a acompañar mañana, porque después de hacer la denuncia y sacarlo con los pacos,  tenemos pega que hacer.
            -Yo voy.- dijo Jorge, quien estaba apoyado silencioso, casi en la penumbra contra la pared, era un joven alto y medio rubio.   Hijo de la emplea de la cocina de don Adolfo.   Se rumoreaba que era hijo natural del alemán, y que este lo tenía en gran aprecio.   Aunque no era reconocido como hijo legítimo, tenía muchas atribuciones en las decisiones del fundo Ruka Kulen.   Adolfo Munsenmayer había heredado el nombre del lugar para su fundo. Él había llegado de adolescente junto a sus padres y sus abuelos, en barco desde Alemania a Valdivia y de ahí, en carreta a estas tierras que ponto debía rozar. A la muerte de sus abuelos y la vejes de su padre, había tomado el control de las tierras de su familia, que comprendía cerca de 20 mil hectáreas.   Necesitaba sacar rápidamente a los últimos mapuches-wuilliches que quedaban en su fundo, que el Estado chileno le había regalado para colonizar, porque debía despejar los suelos de bosques para tener espacio de siembra y ganadería.
La noche pasó tranquila para Antilef Campallante y el otro día también. De pronto en la tarde, ya casi cayendo el crepúsculo llegó una pareja de carabineros a caballo y la comitiva liderada por Munsenmayer. Los carabineros entraron sin golpear  la ruka de Antilef Campallante y lo tomaron detenido.   Le mostraron unos papeles, pero como no sabía leer discutió que no sabía nada de lo que decían en su contra. Se resistió y a medida que más se resistía más lo golpeaban, hasta que casi inconciente lo subieron a un caballo, miraba con odio al alemán y este procedió a la tragedia.  
Lo llevaron a Valdivia y lo encerraron en un calabozo hediondo, frío, oscuro y húmedo, no sin antes patearlo y golpearlo varias veces.
            -¿Porque me hacen esto? ¿Porque se prestan para apoyar al alemán? Si ustedes son chilenos y el es alemán, él vino a robarnos las tierras a los mapuches.- decía Antilef Campallante desde su celda y los pacos entraban y lo golpeaban nuevamente hasta cansarse. Por fin pudo dormir todo moreteado, pasó a ser llevado al juez que lo dejó libre hasta que termine el proceso en su contra y le ordenó dejar las tierras del fundo Ruka Kulen de propiedad del señor Adolfo Munsenmayer.
            Salió del juzgado de Valdivia todo golpeado y sin dinero como estaba, se demoró unos días en volver al sur a sus tierras.   Demoró cerca de una semana, entre que caminó y pidió comida por las casas del camino.   De repente lo llevaba una carreta de bueyes o un carretón con caballos. En un tramo, tuvo suerte y lo llevaron al galope, hasta que por fin llegó a donde nunca hubiera querido llegar. 
Su casa estaba toda quemada y sus animales muertos habian sido tirados a la quebrada aquella noche, que lo arrestaron semiinconsciente. Habían quemado su arboleda y su huerta, Su mujer y sus hijos no estaban en ninguna parte, todo estaba en ruinas, quemado y destrozado. Sintió un gran dolor en el pecho, se echó a llorar al ver las ropas de su familia a medio quemar.   Lloró, con ese llanto enorme que duele hasta los huesos, quería morir de dolor e incertidumbre, de no saber que había pasado con su familia. -Hace caso viejo.- le dijo el flaco, ese maldito día, pero él no, y se dirigió a la casa del alemán a arreglar cuentas. Así, cansado y hambriento como estaba llego rápidamente, sólo tuvo que rodear al bosque de Lárices y cruzar la colina y el río. 
Cuando llegó, lo sintieron los perros y ladraron. Pronto, las luces de las velas de las casas de los peones, se encendieron y las luces de la casa patronal.   Salió Munsenmayer con una escopeta, a ver que era lo que ocurría, porque los perros ladraban tanto.   Al verlo, Antilef Campallante le gritó.
-¿Porque me hiciste esto?   ¿Alemán desgraciado, porque vienes a mi tierra y matas a mi gente y mi familia, porque me quitas lo que es mío?   Esta tierra no es tuya, maldito alemán roba tierras, y al decir esto un sólo tiro se escuchó en el aire.   Munsenmayer tenía buena puntería y disparó antes que Antilef Campallante pudiera acercársele.   Le tenía miedo, sabía que el indio aún más pequeño que él, lo mataría con la rabia y el dolor que sentía.   Los indios son de cuidado, le dijo su padre, son traicioneros, y ordenó que el cuerpo sea enterrado debajo de la quebrada con los otros.
Ya había limpiado el fundo de indios flojos como decía él,  y pronto comenzaría el rose del bosque para tener espacio de sembrar. Había que quemar y cortar todo.   Con el tiempo sus aserraderos crecieron y se formó un pequeño pueblo a ambos lados del camino.   Lugar que era vigilado por los árboles arriba de la colina, como se cuenta en otras historias.
Los alemanes que colonizaron la zona de Los Lagos, hicieron un gran incendio, que destruyó extensos bosques de Alerces, que tenían cinco mil años incluso, extinguiendo a los mapuche-wuilliches que vivían en ellos.   A los marsupiales llamados Monitos del Monte y otras especies como los Pudúes.   Los incendios duraron semanas y meses.   Abarcaron más allá del lago Llanquihue, hasta el Seno del Reloncaví.   Con el tiempo, hasta la tierra ha cambiado y un bosque más al sur se ha sumergido por completo y petrificado, con un terremoto que hubo años después y quedó bajo las aguas del Reloncaví. Los incendios alcanzaron el monte sagrado, que fue olvidando. Incluso su nombre Ruka Kulen se perdió con los años, manteniéndose sólo como nombre del fundo. 
Pero quedó un árbol de pie, que sobrevivió al incendio y que durante muchos años contó muchas leyendas.  Todavía se puede ver arriba de la colina el árbol misterioso, que venció a la muerte de fuego y vive para contar historias que no están en los libros, sino en las conversaciones de aquellos que saben escuchar a los antiguos.
-¿Y esa es la historia de este árbol?- pregunto Emilia dentro del auto en el que estaba con Eduardo.
-Si, esa es la historia de este árbol y esa igual es la historia del antepasado de aquel mapuche que vimos, que le vendió el carbón al gringo de la camioneta.- respondió Eduardo, mirando el paisaje desde el mirador junto al Lárice.- Ese mapuche es descendiente de Antilef Campallante.  Yo cuando trabaje aquí en el fundo Ruka Kulen lo conocí.   Y el gringo de la camioneta es descendiente de don Adolfo Munsenmayer. Él ahora es muy rico, heredero de estas tierras, se dedican a la ganadería.
-¿Pero los hijos de Antilef Campallante no murieron todos, junto a su mujer?
-No, el niño antepasado de este mapuche que vimos en la calle vendiendo carbón, estaba en casa de sus tíos esa noche, el no estaba para el despojo, por eso se salvó.   Ahora los descendientes de los colonos alemanes son ricos y viven en la prosperidad, mientras los descendientes de los mapuches son pobres y viven en la miseria.   Este es el único árbol que queda vivo de los incendios, debe tener más de 5 mil años.
-Si es tenebroso donde esta todo quemado abajo, mejor vámonos, me dio tristeza las historias que me contaste.   Me dio miedo estar al lado de este árbol, además es tarde, debemos volver a la ciudad.
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